“Las observaciones y vivencias del solitario taciturno son al mismo tiempo más confusas y más intensas que los de la gente sociable; sus pensamientos son más graves, más extraños y nunca exentos de cierto halo de tristeza. Ciertas imágenes e impresiones de las que sería fácil desprenderse con una mirada, una sonrisa o un intercambio de opiniones le preocupan más de lo debido, adquieren profundidad e importancia en su silencio y devienen vivencia, aventura, sentimiento. La soledad engendra lo original, lo audaz e inquietantemente bello: el poema. Pero también engendra lo erróneo, desproporcionado, absurdo e ilícito”.

—La muerte en Venecia, Thomas Mann.

jueves, 13 de octubre de 2016

Vigía


De la luz solo el recuerdo 
           bailando
sobre las motas de polvo:

me disuelve el aire,
en la distancia ahora
    mi alma sola
crea incertidumbre
en esta boca —abierta—
que no respira.

Observo vigía el campo
tras la batalla,
la tierra ya negruzca,
                    ya espesa, 
montañas ligeras 
que vivieron su carne
antes del hedor y el hueso.

Cubro el frío con mis manos
          aún pensando
que la muerte no existe.

Pero no soy la atalaya,
no el observador recto
que esconde su pasado
tras la niebla.

No vigía, sino brazo,
amputado miembro inútil
        aguardando
con la única misión de descomponerse.

Como se dispersa la luz con la tristeza,
desaparece el cuerpo cuando se astilla.


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