“Las observaciones y vivencias del solitario taciturno son al mismo tiempo más confusas y más intensas que los de la gente sociable; sus pensamientos son más graves, más extraños y nunca exentos de cierto halo de tristeza. Ciertas imágenes e impresiones de las que sería fácil desprenderse con una mirada, una sonrisa o un intercambio de opiniones le preocupan más de lo debido, adquieren profundidad e importancia en su silencio y devienen vivencia, aventura, sentimiento. La soledad engendra lo original, lo audaz e inquietantemente bello: el poema. Pero también engendra lo erróneo, desproporcionado, absurdo e ilícito”.

—La muerte en Venecia, Thomas Mann.

viernes, 28 de octubre de 2016

Claroscuro


Cómo deambula el viento,
parece libre,
cómo suena por dentro.

¿Recuerdas la grieta siendo
solo el inicio de tu lengua?

Y fisiona el sol, se desplaza,
semicírcula parte encuentra 
el este.

Su contrario te inunda 
y reposas,
sumisa en el centro.

La luz oculta más que las sombras
y por eso te ocupa,
te cubre,
neutra desde todos sus ángulos.

¿Notas el calor, el ligero peso
acostado en tus rodillas?

Sí.

El frío tacto humano 
es la costumbre,
miradas de arpía que se posan
en tu piel con extrañeza

y tú sonríes, 
cierras los párpados,
saboreando a ciegas 
las palabras crudas,
la ingravidez que ahoga
el universal ruido

mientras la gente
sigue haciendo sus pautas 
de gente
y tú resbalas:
mano de caricia interna.

Siente la sonrisa intrínseca:
No te has perdido.

Con los dedos bordeas
el brillo inverso de tu boca,
el secreto durmiente donde nace
la plenitud de lo invisible.

Miras al mundo
y te cierra sus párpados,
y a través del resquicio blanco 
fluyes
por primera vez, 
                           respirando.




jueves, 13 de octubre de 2016

Vigía


De la luz solo el recuerdo 
           bailando
sobre las motas de polvo:

me disuelve el aire,
en la distancia ahora
    mi alma sola
crea incertidumbre
en esta boca —abierta—
que no respira.

Observo vigía el campo
tras la batalla,
la tierra ya negruzca,
                    ya espesa, 
montañas ligeras 
que vivieron su carne
antes del hedor y el hueso.

Cubro el frío con mis manos
          aún pensando
que la muerte no existe.

Pero no soy la atalaya,
no el observador recto
que esconde su pasado
tras la niebla.

No vigía, sino brazo,
amputado miembro inútil
        aguardando
con la única misión de descomponerse.

Como se dispersa la luz con la tristeza,
desaparece el cuerpo cuando se astilla.


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